Hasta hace bien poco, hablábamos de que
alguien cumplía o no cumplía con sus compromisos comerciales; de que era una persona
decente y buen pagador o, por el contrario, que no era totalmente de fiar. Hoy, en cambio,
andamos inquietos de cómo asegurar que las personas que integran las empresas se
atengan a códigos de conducta en los que se especifiquen claramente los valores que se han
de respetar y las malas prácticas que deben evitarse, mientras que tendemos a considerar
al cliente como una fuente de riesgos y al competidor como un enemigo.
El origen profundo de la actual perplejidad moral, que a todos nos afecta de un modo u
otro, se halla en que no tenemos una imagen del hombre que esté a la altura de la dignidad de la persona humana.
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